Mujer tenías que ser



Mujer tenías que ser

La construcción de lo femenino a través del lenguaje



Supongo que el que se publicara mi segundo libro "Mujer tenías que ser" (ya van dos más de los que nunca creí escribir o publicar) el 5 de octubre de 2020 (hace casi cuatro meses) y yo no haya dicho ni pío de él podría parecer descuido. O un exceso de seguridad. Sin embargo, solo está motivado por algo de lo que todas las mujeres sabemos más de lo que nos gustaría: exceso de tareas y falta de tiempo. 
La pandemia y sus inseguridades, el no ser capaz de decir que no a ningún trabajo, encargo, conferencia o petición porque "y si digo que no y no me vuelven a llamar", el sinvivir de no saber cuánto durará la buena racha si dura. 
Y aquí me tenéis, acabando enero, con la agenda de 2021 encarrilada de nuevo (si los terremotos, las tormentas de nieve, las semana de lluvia y niebla, la "normalidad" pandémica y lo que quede por venir no lo descarrilan) y con un ratito para contaros que mujer no es lo que teníais que ser, si sois mujeres. Ni todos los hombres sois iguales, si es que sois hombres. Y que el refranero popular es a la sabiduría lo que las escopetas de la feria a la puntería: un timo.
Miles de años de patriarcado nos han hecho ver como normales frases, canciones, dichos populares, definiciones en los diccionarios, sentencias populares. Y no lo son. Pueden ser comunes, habituales, repetidas. Pero no son normales y no son ciertas.
No es verdad que la "suerte de la fea la guapa la desea", ni que vale "el hombre y el oso cuanto más feo más hermoso", ni es verdad que seamos todas unas parlanchinas, ni vosotros todos unos supermanes. Y que podemos romper la maldición del capitán del barco inglés que en cada puerto tiene una mujer; y que si vamos al jardín de la alegría no es para echarnos el novio (ni siquiera la novia) más bonitos de España. 
Es mentira que menstruar sea "estar mala" y n o hace falta ninguno de los miles de eufemismos para llamar a nuestro sangrado menstrual. Que pueden no gustarnos los mandatos de género, podemos incluso querer superarlos, destruirlos, hacerlos desaparecer de la faz de la tierra y nos seguirán afectando mientras no los localicemos, los desmontemos, los señalemos.
¿Sabéis qué sí es verdad? Sí es verdad que a veces los asumimos tan profundamente que se nos agazapan dentro y nos empozoñan la vida. Nos entristecen, nos agobian, nos hacen el aire tan irrespirable como cualquier virus al que tememos más porque mata más rápido. Aunque mate igual y nos deje igual de solas. 

El lenguaje sexista como violencia

El uso del lenguaje no inclusivo, es una forma de violencia contra las mujeres. Y no es algo que nos hayamos sacado de la manga ni las feministas en general ni yo en particular. Hace mucho que está demostrado que el lenguaje es una herramienta de poder. Con lenguaje clasificas la realidad, lo que es válido y lo que no. Lo aceptable y lo inaceptable. Lo que puede ser atendido o ignorado. Crea espacios simbólicos de poder, o los arrebata. Con palabras se define la realidad y se decide cómo se nombra, qué se nombra y se define a quien carece de la capacidad de definirse a sí. Las mujeres hemos sido apartadas históricamente del poder de definir el mundo y a nosotras mismas. El punto de vista masculino se ha hecho pasar por el de la totalidad del género humano, atendiendo así solamente a sus deseos, intereses y necesidades. Cuando un país coloniza a otro lo primero que hace es imponer su lengua y hacer de ella la lengua de las élites. Eso han hecho con nosotras hasta hace muy poco. Eliminarnos del discurso por todos los medios, aniquilarnos simbólicamente.
Y no es lo peor. Lo peor es que se nos instala una forma determinada no solo de nombrar, sino de nombrarnos a nosotras mismas. Una forma androcéntrica de ver el mundo, y de vernos a nosotras y a las demás. Una forma de mirarnos y juzgarnos que no es nuestra, es impuesta, es patriarcal y es nociva. 



Los mandatos de la feminidad

"Mujer tenías que ser”, habla de cómo se construye la idea de “lo femenino” en las sociedades occidentales a través del lenguaje. La sarta de palabras convertidas en insultos que abren nuestras redes de activistas feministas a diario son una muestra de cómo construimos un lenguaje a la medida de las sociedades que lo hablamos. Y cómo, el lenguaje, se convierte en una forma de coerción social para mantener los poderes hegemónicos. En idiomas como el alemán la palabra Gewalt (pronunciado guevaet) quiere decir violencia, poder y fuerza a la vez. En su origen, la violencia viene del latín vis, la fuerza vital, y en el imaginario esta es sinónimo de poder. 

−Pues vienes a alegrarnos la tarde, pensaréis. 

Es que también traigo buenas noticias: si sostenemos el poder contando el mundo como el poder desea, existe la posibilidad de arrebatarle parcelas de decisión revisando qué se cuenta, cómo se cuenta, si lo creemos y por qué lo creemos. Y tenemos la capacidad de cuestionarlo desde su raíz cuando empezamos a mirar entre sus grietas para ver una realidad plural que no es narrada. El mundo donde la mitad de la población es silenciada sistemáticamente, donde los patrones (que no matronas) de la normalidad se establecen como naturales y lo que sale de ellos como antinatural no es el mundo. Es solo el mundo que nos han contado. 
En “Mujer tenías que ser” he hecho una recopilación de qué se dice sobre las mujeres en los diccionarios de castellano desde el, aún no oficial, Tesouro de la lengua castellana de Covarrubias hasta la 23ª edición del DLE. Cómo en 1611 ya había diferencias en las definiciones de mujer. 
A lo largo de sus 13 capítulos, más sus partes introductoria y final, he ido reuniendo palabras, refranes, expresiones populares y frases “incuestionables” para mostrar cómo un montón de señoros, desde que el mundo es mundo, se sirvió de la palabra para mostrarse a sí y sus congéneres como el centro del universo. Literal ¿o no os acordáis de aquello de “El hombre es la medida de todas las cosas”? A ver si os pensabais que era lo que la RAE llama ahora “masculino incluyente”. Es masculino excluyente AKA genérico de toda la vida de cualquier Dios. (Las diosas estarían a sus cosas intentando no ser violadas, convertidas en piedras, en sal, en cervatillos, o lo que fuese que quisieran hacer con ellas porque después las dejamos y ya sabéis, les da por la vida loca y comen manzanas, abren cajas, se dejan inseminar por palomas… en resumen, la lían parda).
Y nos enseñaron y nos enseñan a avergonzarnos de lo que no podemos dejar de ser: mujeres. En muchas culturas, ni siquiera puedes nombrar las partes del cuerpo femenino. No se puede decir "vagina", "vulva", "clítoris" o “menstruación”. Si no puedes decir el nombre de una parte, tienes la impresión de que es vergonzosa y algo sucio. 

Culpa, preocupación, vergüenza: las herramientas de control

La culpa −que es una emoción a la que las mujeres son empujadas sistemáticamente por el sistema− es por lo que se hace. Nos sitúan en el lugar de la inmanencia “de lo que se es” y cuando hacemos no nos sentimos legitimadas, sentimos culpa (porque siempre hay una frase para castigar lo que hacemos por inapropiado). Pero, y aquí empieza el círculo vicioso, lo que “somos” nos avergüenza porque es tabú para la sociedad, para el conocimiento y para nosotras mismas. Y es causa de asco para los hombres que, literalmente, nos definen. 
El mito básico, la creencia básica y central del patriarcado, es que los cuerpos femeninos están sucios. Cuando las niñas comienzan a menstruar, están sucias, avergonzadas en muchas culturas y comunidades. Así es como se controla a las personas. 
Cuando se desea controlar a la mitad de la población, y hay una clara señal de que son diferentes, de que están sangrando, esta es una herramienta eficaz. Decir: "Ah, esta sangre es asquerosa y anormal, algo está mal contigo". 
Las mujeres se convirtieron en mercancías. Deben ser vírgenes hasta el matrimonio y deben tener tantos hijos como sea posible y cuando envejezcan deben callarse e irse. Así es como nos tratan. 
Ese asco a veces es solo de quien usa la palabra y otras está tan arraigado que ha llegado al conocimiento académico y ha quedado plasmado en el diccionario. Para ver cómo se alían el conocimiento académico y el popular para imponernos un molde muy determinado, recojo refranes de diferentes países de habla hispana para ilustrar cada uno de los capítulos y apartados del libro. Y algunas frases que acogemos con los brazos abiertos y que maman de la misoginia ancestral. Frases como “bonita es la que lucha” que son una trampa. Como las trampas de diccionario. Puedes luchar y no ser bonita. Puedes no ser bonita y no luchar y tampoco pasa nada. Ser bonita no es parámetro de medida para las personas, quizás para los cuadros, para las telas. Bonito es un nombre de pez, bonita es una cualidad que se puede tener o no. Como puedes ser baja o no, airosa o no, simpática o no. Imaginad: “Mujer simpática es la que lucha”. “Mujer alta es la que lucha”. Qué idiotez ¿no? Pues nos cuelan la frase por la escuadra y aplaudimos el gol hasta cuando es en propia puerta. Así funcionan el sistema y sus palabras. Cambiando lo justo para seguir igual. Que el engranaje no se detenga.
A través de las canciones infantiles, de las advertencias adultas a las niñas, de cómo aprendemos a definir nuestros cuerpos y sus funciones aprendemos una forma de mirarnos. Y de tratarnos. No es solo la gordofobia o la violencia estética que se nos imponen y de la que tan bien han hablado (y hablarán) mis compañeras, es cómo nuestro propio discurso interior se vuelven tóxicos y nos dañan. 
He tratado mucho mejor que a mí misma a personas que aborrecía; he hablado con más paciencia de la que me dedico cuando cometo un fallo a gente que no me importa en absoluto (qué digo ¡he hablado a troll de internet mejor de lo que me hablo!). He comido almendras hasta tener cólicos porque crecían las tetas (dad fe de que no funciona). He tapado y aborrecido mis muslos tersos y firmes de los 14 años y han seguido tapados y bien tapados hasta más de los 30. No me he puesto sandalias hasta pasada la treintena. He pasado agostos de 45º a la sombra con “manguita francesa” para no enseñar mis brazos. He reído con los labios juntos toda mi vida, para que no se vieran mis dientes irregulares. He leído revistas “femeninas” (¿llevarían lazo, como las vacas en las pelis?) para añadir un complejo tras otro porque en una un chico decía: odio las estrías; otro: no soporto que una mujer tenga el dedo gordo del pie más corto que otros dedos: el de más allá: no me gustan las orejas despegadas; el del fondo a la esquina: a mí me gusta la voz ronca, es lo más sexi. Y aquí me tenéis con el pelo tapándome la cara, zapatos de cordones, untándome (y apestando) a aceite de almendras amargas cuando no tenía ni estrías ni avisos de tenerlas y poniendo voz de Manolo, por lo del sexy. A ver quién es la guapa que echa un polvo tranquila con semejante panorama. 
Todo porque alguien alguna vez opinó mal sobre mí, o sobre algo, o sobre alguien. ¿No le gusta a uno? A mandar. A la vez he rechazado todos y cada uno de los halagos a mis ojos azules. Siempre he respondido “no tienen mérito venían de serie”. ¿Por qué puñeta no aplicaba la misma lógica al resto de mi cuerpo? ¿O es que venir sin tetas se lo pedí a la cigüeña mientras me traía de París? 
Ya no se trata del peso que tenemos (o no tenemos), de la tersura de nuestra piel o sus arrugas, de las cicatrices o las marcas de nacimiento. Hablamos de juzgar lo que somos y nuestra validez a partir de unos metros cuadrados de piel, olvidando el resto. Como si solo fuéramos superficie, hablándonos como no hablaríamos a nadie. Descuidándonos como jamás descuidaríamos a alguien a quien queremos. Prestando oídos a los mandatos interiorizados de la cultura popular, identificadas con una mirada ajena.

Cuerpos de mujeres y socialización femenina

Muchas y grandes pensadoras feministas han situado el cuerpo de las mujeres en el centro de sus discursos o, al menos, les han dedicado a los cuerpos de las mujeres reflexiones profundas. La cultura popular, androcéntrica, sexista y ausente de referentes feministas (como no podía ser de otra manera) no le da demasiadas vueltas y hace la costumbre ley. Ley, que no justicia. 
Durante siglos los hombres han definido nuestros cuerpos, han decidido cuáles eran buenos, es decir: los que creían dignos de detener en ellos su mirada o lo que terciase. 
Una de las grandes diferencias del fascismo con otros regímenes totalitarios era la abierta despreocupación por la realidad, por la materialidad. El fascismo admitía abiertamente la irracionalidad. Y las ideas irracionales no se pueden debatir en su propio terreno. Y en él estamos las mujeres desde siempre: nuestros cuerpos, que si no son la totalidad de lo que somos sí son la única forma de relacionarnos con el mundo, se someten a patrones y mandatos irreales. Contradictorios. Incesantes. Imposibles. Lo suficientemente flexibles para adaptarse a las distintas épocas y culturas, tan férreos como para imponerse mayoritariamente, tan sutiles como para permear nuestros subconsciente y hacernos pasar los mandatos por necesidades y los necesidades por deseos. Por el contra, la realidad se identifica con imperfección. Como si el género humano se despachara en una sola medida, en un solo peso, en un solo color. 
Tenemos que recuperar nuestro cuerpo, hablar de él, cuidarlo casi tanto como si fuera ajeno. Porque si nos han enseñado a cuidar, más importante es cuidarnos (como la mascarilla de los aviones).
El uso espurio de los cuerpos de las mujeres, la exigencia continua de una cosa y la contraria, los mandatos continuos, la exigencia de perfección y los cánones irreales nos dañan, nos enferman, nos desmoralizan. Y cuando estamos enfermas nos llaman histéricas, o locas. Si nos los saltamos somos putas. Si los seguimos mojigatas. Somos “mujeres” al tener la primera regla pero no somos mujeres de verdad si no tenemos descendencia, ni si decidimos vivir la vida solas, o vivirla con otra mujer. Somos mujeres de verdad si parimos pero conejas si lo hacemos demasiado, desnaturalizadas si no lo hacemos. Enfermamos para comportarnos como se espera de nosotras, morimos si nos rebelamos y no lo hacemos. Y, al final, pase lo que pase seremos culpables y todo acabará con una mirada de condescendencia y un … “mujer tenías que ser”.
Esto, por resumir el resto...¡te lo cuento en el libro! 


María Martín Barranco
@generoenaccion

Comentarios

  1. Gracias por vuestro blog y vuestros contenidos. Un saludo. Nadia

    ResponderEliminar
  2. Gracias por tu blog y tus publicaciones. Son de gran ayuda. Enhorabuena!
    Un saludo.
    Nadia.

    ResponderEliminar
  3. Gracias por vuestro blog y por compartir estos contenidos. Enhorabuena. Un saludo. Nadia.

    ResponderEliminar
  4. Soy muy fan de usted y me encantó Punto en Boca— para ser sincera, creo que ha sido el libro que más me influyó. ¡Muchas gracias!

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Debido a la insistencia de determinados machistas aburridos, nos hemos visto en la obligación de administrar la moderación de entradas. Este blog no publica ningún comentario que contenga enlaces. Lamentamos las molestias para el resto de participantes. Gracias por vuestra comprensión.