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Publicado por
María
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Aunque a
veces nos olvidemos o no nos demos cuenta, las mercancías y capitales pueden
moverse libremente por los cinco continentes sin que nos preguntemos desde
dónde llega lo que entra por nuestras bocas o cubre nuestros cuerpos. Las personas, no. Las personas tenemos que justificar nuestros
ires y venires. Algunas, las de la parte privilegiada del planeta, paseamos con
la cara descubierta y a pleno sol; enseñamos nuestros documentos con seguridad,
si acaso un puntito de inquietud las primeras veces, fruto de la novedad más
que del miedo. Son nuestro certificado de haber nacido en el lado correcto de
alguna línea imaginaria. La llamamos frontera como podríamos haberla llamado de
cualquier otro modo. “Puede que hayas nacido en la cara buena del mundo”. Y estar
en la parte “buena” es cuestión de azar.
Cuando
nos movemos por cualquier parte, a ti y a mí, a las personas, sí nos preguntan
hacia dónde vamos y de dónde venimos. Con el paso de los años, tras docenas de
mudanzas, de ciudades vividas, de países viajados, la pregunta es recurrente y
la respuesta cada vez más vaga. Los acentos mezclados, los modismos adoptados
como propios, la necesidad de integrarme en cada lugar en el que he estado
durante mucho o poco tiempo me han dejado en una tierra de nadie desconcertante.
“Pues no lo pareces”, es lo que más me dicen. Me dicen que no parezco andaluza
en Sevilla, motrileña en Granada, que mi deje
es de Badajoz en Toledo y que no podían darme un empleo como docente en la
Universidad Pontificia de Comillas “porque con mi acento nadie podría tomarme
en serio”.
Febrero
cierra su mes con el Día de Andalucía. El primero que pasaré en mi tierra en
los últimos años. Lo he vivido en otras comunidades, en otros países. Querría
alejarme de los tópicos por los que me preguntan en cuanto cruzo la línea
territorial de la Comunidad. Los chistes, las ferias, los caballos, los
vestidos de faralaes, la gracia, el ozú
y el miarma; la malafollá granaína. Pero es imposible. El estereotipo te persigue.
Incluso dentro de tu propia tierra. Son acumulativos, insoslayables.
—¿De
dónde eres?
—Andaluza.
Lorca, Alhambra, paella —sí, paella—, toros,
sol, siesta, ole. Esa suele ser la retahíla. Palabra más, palabra menos. Según
quién se acuerda de Bécquer o de Machado. En alardes de conocimiento —y para mi
asombro— alguien me ha nombrado a Ganivet y a Mariana Pineda. Muerte en muerte
y muerte en vida. El andaluz más presente en el imaginario colectivo es el
andaluz muerto del peor de los males: de Andalucía. La andaluza presente,
muerta también y del mismo mal.
Andalucía,
que en su himno habla de siglos de guerras, perdidas casi todas. Andalucía, construida
sobre la ilusión de una homogeneidad inexistente e imposible. Andalucía, más
imaginada que real. Más estereotipo que realidad. Una Andalucía inventada,
unificada a la fuerza, tan alejada entre el Este y el Oeste y tan cainita como
las dos Españas. Tan sonriente con la boca y tan resentida con el corazón. Tan
generosa de puertas hacia fuera y tan mezquina de puertas para dentro.
Y sobre la
tierra que pedimos cada febrero y bajo el sol andaluz, hombres y mujeres.
Quienes, cuando estamos aquí, somos esa gente tan vaga que ha levantado con sus
manos desnudas las regiones más prósperas del mundo. Quienes nos avergonzamos
de nuestro acento, o nos resignamos a las risas y las sonrisas, al cómo no vas
a saber un chiste si eres andaluza, a ver en la televisión que pagamos más
chistes, y más ferias y más caballos y más ozú
y más miarma. Y ole.
Desde la
distancia se puede ver que tenemos mucho más en común con los pueblos
originarios americanos ocupados, expoliados y después etiquetados como
subdesarrollados que con quienes nos definen, nos critican, nos señalan con el
dedo, se ríen y luego vienen aquí de vacaciones para volver con la espalda
quemada y la nariz arrugada a decir de lejos todo lo que seguimos haciendo mal
por no ser como allí son. Por eso detesto tener que apelar como suele hacerse a
nuestro tradicional peso histórico, nuestra historia y nuestra cultura
ancestrales en la que cada pueblo extraño que llegaba se quedaba, nos tomaba
como propia, nos explotaba a su merced y salía solo cuando no quedaba nada útil
o lo expulsaba el siguiente explotador.
Es el mes
de Andalucía, Blas Infante, padre de la patria andaluza; muerto. La Andalucía
que para la Humanidad es sinónimo de —que no marca— España. La de la cultura,
la de la Alhambra, la de Lorca. La que ha sabido reírse de su muerte y de sus
muertos y hacer de ella una forma de vivir la vida, de aferrarse a ella y
celebrarla. Aunque para España seamos la del chiste, la de las fiestas, la que
sirve para los chascarrillos, como sinónimo de “chachas” y “señoritos”, de
incultura.
Tenemos
que decidir qué mirada nos define o crear esa nueva mirada. Tenemos que dejar
de pedir y esperar. No habrá clase política que resuelva nuestros problemas si
no empezamos ya, ahora. Hacer y no esperar. Lo sé porque soy mujer y he tenido
que aprender a definirme por encima de los silencios de la Historia escrita por
otros. Porque soy mujer y he tenido que aprender a nombrarme por encima de una
lengua que me esconde, me niega y me ignora. Porque he tenido que reconstruirme
para dejar de creer que soy la sirvienta natural de otros, el cuerpo en el que
se reproduce otro, la depositaria del honor ajeno. Porque nunca me han
reconocido un derecho solo por pedirlo o por el devenir del tiempo. Porque
desde mi diversidad y mi diferencia exijo que se me trate como a igual, sin
complejos heredados. Necesitamos pensar Andalucía. Pensarnos como andaluzas,
como andaluces. Pensar en otra Andalucía. Dejar de pedir y empezar a
construirla. Libre y nuestra.
María S. Martín Barranco
@generoenaccion
Artículo original publicado en "Revista La Laguna"
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