Viva la Pepa.

La Pepa, o querer y no poder avanzar

En tiempos de crisis, suele haber una tendencia (que podríamos creer inevitable si no fuera siempre inducida por un mismo y muy determinado grupo ideológico) a poner en tela de juicio cuestiones elementales de justicia social. Si la memoria histórica sirve para algo, ese algo no es abrir heridas (heridas que sólo puede reabrir una parte de las víctimas, la que tuvo la suerte de poder cerrarlas al ganar la guerra que habían comenzado) sino intentar aprender para no cometer los mismos errores. Otros puede, parecidos quizás. De ahí que recordemos en primer lugar, tal y como ya hizo Esperanza Parejo al resumir la evolución de Mujeres y democracia en España”, «una visión de la situación jurídica de la mujer en un tiempo aún cercano, pero que aparece a nuestros ojos perdido en la noche de los tiempos porque, ante los logros adquiridos en la lucha de la mujer por la igualdad y la dignidad, se nos puede olvidar que, cuando el talante democrático de los legisladores y demás miembros de la sociedad no acompaña a los principios legales, surgen reacciones en contra del avance de la mujer que restarán efectividad al ejercicio de sus derechos en la sociedad».
El feminismo tiene su origen en la Ilustración europea y se produce como un alegato contra la exclusión de las mujeres del uso de los bienes y derechos que formulaba la teoría política rouseauniana. La Libertad, Igualdad y Fraternidad preconizadas por la Revolución francesa no eran más que para los hombres, exactamente igual que la Ciudadanía de La Pepa. Las mujeres no tenían los derechos que les eran reconocidos a los hombres; de los derechos políticos las mujeres carecían por completo, por no tener no tenían ni reconocido el derecho de voto. Es sabido que inicialmente solo los poseedores de una renta concreta votaban —sufragio censitario—, pero no las pocas mujeres que tuvieran la misma condición; después el voto se aseguraba con la autosubsistencia, pero no para las mujeres, aunque tuvieran empleo y, por último, todo varón podía ejercerlo con independencia de su condición, pero ninguna mujer fuera cual fuera la suya. Cuando todos los varones pudieron votar se afirmó que se había alcanzado el “sufragio universal”, sin añadir que esa “universalidad” era solo para la mitad de la población, mientras la otra quedaba privada de su ejercicio.
Las mujeres eran, en 1812 socialmente invisibles, Amparo Rubiales en su inolvidable conferencia “La situación jurídica de la mujer en España” la describe inmejorablemente: «No tenían ninguna posibilidad de acceso a la educación ni a la formación y solo eran utilizadas como mano de obra barata, cuando esta se necesitaba; en España no tuvieron reconocida legalmente la posibilidad de acceso a la educación universitaria hasta el año 1911,  y su acceso anterior a la enseñanza primaria y secundaria solo se entendía de utilidad en la medida en que se consideraba mejor para la educación de los hijos o para que, en el caso de que tuvieran la desgracia de no casarse, se pudieran ganar la vida, primero como institutrices y, más tarde, como maestras».
Hasta el año 1911 eran casi cien años después porque en España, las mujeres hemos tenido que esperar mucho, casi hasta la llegada de la democracia, para ver recogidos plenamente nuestros derechos en la Ley. Esta lucha se concreta en cuatro campos específicos: el derecho a la educación; los derechos políticos, profesionales y laborales; los derechos dentro de la institución familiar y los derechos en el ámbito del orden penal. Sin embargo, en algunas fases históricas de cambios económicos se suelen olvidar los significados de ciertos conceptos constitucionales que se incluyen en esas cuatro áreas de conquistas.
Es paradójico que en plena fase de retroceso de los derechos conquistados en las últimas décadas por las mujeres —y colectivos como el LGTB hasta ahora evitado escrupulosamente para cualquier cosa que no fuera criminalizarlo— celebremos, y bien celebrado está, el bicentenario de la Constitución de 1812, La Pepa. Celebremos y recordemos pero no olvidemos que las Constituciones españolas, hasta la de la Segunda República (119 años después), omitían toda referencia al principio de igualdad entre los sexos. No olvidemos que el partido que batalló y batalla contra las cuotas no tuvo apenas mujeres en cargos significativos hasta que un partido de izquierdas adoptó la famosa y archipolémica cuota del 25% en las listas electorales y en puestos de responsabilidad orgánicos en 1988 (a 176 años de 1812, para evitar la cuenta a quien lea). Recordemos que si por algo abogaba aquella Constitución de 1812 era por una educación nueva como pilar de una nueva sociedad para la que daban un paso adelante en un tiempo difícil, pero no olvidemos que hasta 1970 (tras 158 años) no se aprobó la Ley General de Educación que proclamó la igualdad de ambos sexos en el sistema escolar e impuso la escolarización obligatoria hasta los 14 años, medida que posibilitó el acceso universal de las niñas a la educación. No nos permitamos olvidar que hasta 1989 (y eran ya 179 años después de La Pepa) los delitos contra la libertad sexual de las personas no existieron porque no existía dicha libertad, eran delitos contra la honestidad que no protegían a las mujeres sino al honor de “sus” hombres.  Unos delitos de los que otros hombres no podían ser víctimas.
Aprendamos de los errores, profundicemos en los aciertos, recordemos para no repetir y no permitamos un solo paso atrás o tendremos decir como en el chiste: «que viva, pero que no viva tan lejos».

©María Martín 
 especialistaenigualdad@gmail.com

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